Luces del atardecer, de Aki Kaurismäki
Koistinen es un resignado vigilante. Le gusta el rojo. Lo constata la chapa de su Dodge sesentero, el cromado de su departamento prolijito y el estampado de la remera que usa en ocasiones especiales. Le gusta el rojo. Pero no sería este un síntoma de su carácter. Lejos de instintos pasionales, su alma es estática, como su rostro, como sus réplicas frente a las adversidades de la vida. Es un hombre estático.
También son estáticos los planos que utiliza el director finlandés Aki Kaurisäki para adentrarnos en su fábula atemporal. Apenas mueve la cámara. Sólo cuando quiere acercarnos a la mirada de los paródicos personajes de su cuento. Entonces se detiene ante los ojos de los villanos que oprimen a Kostinen. Un antihéroe desamparado que despierta ternura y desencanto.
Luces del atardecer tiene retazos del cine negro. Es un film rodado principalmente de noche, con una rubia mala y unos matones que perpetran un robo. Sombras, puertas traseras y un cuchillo afilado con el culo de una taza. Sólo retazos. Con una estética cercana al cómic. Personajes estereotipados dibujados con la cámara.
Se trata de una película de autor. Una revisión finlandesa del mejor cine de arte y ensayo. A Kaurisäki le gusta Godard y se nota. Es un cuento lindo, pero lo que cobra mayor importancia es cómo te lo explica. Está ambientado en Helsinki. Una ciudad fría como sus habitantes. Se detiene en su parte más obrera. Café, vodka, whisky y panchos a la parrilla. Las grúas del puerto, el uniforme del laburo y el lavaplatos industrial. Todo ello nos remite al universo lumpen que retrataron también los autores del nuevo cine argentino de los noventa. Pero Kaurisäki, no deja de lado la belleza de los paisajes y nos regala líricas postales del paso de las estaciones, y lindas panorámicas cargadas de sentimiento. Un diez para Timo Salminen, el director de fotografía. La banda sonora nos sorprende. Es capaz de integrar a Gardel en una urbe del norte del viejo continente. Casi nada. Tango a la finlandesa.
Una muy buena interpretación la de Janne Hyytiänen, mandado a ser austero, pero que representa perfectamente el espíritu ingenuo de Koistinen. Apenas se descompensa en un par de ocasiones, casi rebelándose. Y dibuja una sonrisa en 78 minutos. Nomás. También dan la talla los secundarios del reparto. Rostros desconocidos que nos agrada descubrir. Una mención especial a la pretendiente de Koistinen. La sufrida vendedora de panchos que se enternece con los delirios del protagonista.
Quien conozca a Aki Kaurisäki ya sabrá que no se trata de un director novel. Cuenta con más de una decena de producciones que ya lo han consolidado como un realizador de culto en Europa. Por eso este film. Una buena película que recomendamos.
Jordi Martínez
Bolivia, de Adrián Caetano
Bolivia, acabada de realizar a duras penas en el 2001, es el segundo largometraje de Adrián Caetano. Este director uruguayo que trabaja en nuestro país, fue uno de los máximos exponentes del nuevo cine argentino de la década de los noventa. Con su ópera prima Pizza, Birra y Faso realizada en 1997 junto a Bruno Stagnaro, Caetano avivó una nueva manera de hacer cine más naturalista, con una estética desprolija y unos contenidos cercanos a lo cotidiano. Esta ópera prima rompió con el film tradicional junto a títulos de otros autores como Lucrecia Martel, Esteban Sapir o Pablo Trapero. Con Pizza, Birra y Faso, Caetano dejó a un lado las lindas panorámicas de Buenos Aires y la artificialidad de la clase media, para profanar el Obelisco y mostrarnos la cara menos amable de la capital bonaerense. Realismo a lo Antonioni.
Bolivia vuelve a acercarnos a la vida de personajes marginales. Los nadies, los ninguneados. Caetano rechaza las construcciones de estudio y se aproxima de manera sencilla, en blanco y negro, a la cotidianeidad de un inmigrante boliviano, Freddy, que viene a Argentina a buscar trabajo. Encuentra faena de cocinero en un bar, que resulta un espacio donde se entrecruzan vidas que no van a ningún lugar. Un letargo simbolizado por el primer objeto que vemos en la película: un reloj de pared barato, que marca poco más de las siete y que luego se irá retrasando hasta pararse. “El trabajo en sí no es ninguna ciencia, abrimos a la mañana temprano y cerramos cuando ya no hay más nadie”, dice el jefe del bar. “Sí, sí, sí, señor…”, asiente Freddy.
No vemos a los personajes que hablan. Están fuera de plano. Reminiscencias de Godard. Caetano prefiere mostrarnos el espacio. El bar. Un lugar asfixiante, que ahoga y aturde. Vemos el techo, las paredes, la puerta cerrada, la salida interrumpida por mesas y sillas, las ventanas con cortinas, que apenas dejan ver la calle… Y después un recorrido detallista por cada uno de los instrumentos de trabajo que Freddy utilizará. La cafetera, la jarrita de la leche, la parrilla, el atizador, la palita para la ceniza, la pinza para brasas, la tabla de cortar, el cuchillo, los fogones, las cazuelas… Luego las fetiches argentinos, para contextualizar. Gardel, Maradona y el choripán, que está a un peso. Todo ello filmado de una forma poco habitual, símbolo de la nueva estética del cine argentino de los noventa.
La película también es un homenaje a Bolivia. Está dedicada a “Chocolatín“Castillo, el volante capitán de la selección boliviana que jugó en el River Plate y que se suicidó en el noventa y siete. La primera secuencia da paso, precisamente, a un resumen del último partido que “Chocolate” jugó en la selección Boliviana contra Argentina. “Los bolivianos se desesperan” es lo último que oímos decir al reportero del partido. Y luego aparece Freddy.
También es boliviana la banda “Los Kjarkas”, que pone música al film con su cumbia andina. Música popular, del pueblo, que también caracteriza a este cine de los noventa. Una anécdota: hay una canción compuesta por Caetano.
Bolivia es un film que hay que ver. Una pequeña joya que demuestra que se puede hacer buen cine independiente a pesar de las limosnas del INCAA. Las interpretaciones, de mano de actores no profesionales, son sobrias, pero honestas, verdaderas. Muy recomendable.
Jordi Martínez