Crítica Teatral

Diagnóstico: Rotulismo, por ejemplo.

“Blaaam, bleeem, bliiim”, comienza la obra. Un pobre tipo, Leo, obedece las instrucciones de una sensual fonoaudióloga, Gladys. Nos encontramos en el consultorio de una terapeuta de la voz. Pero bien podría tratarse de una psicóloga, una reiki master o cualquier otro tipo de profesional legitimado para poner etiquetas. Esto es, diagnosticar. Alguien que te escuche, que te atienda, que te confirme que eres único, particular y diferente. Que padeces algo que te impide estar bien, pero que se puede curar. De ahí parte la obra. Y se desarrolla como un paseo ameno por deseos y necesidades. Un paseo con curvas, contramanos y cambios de sentido. Rupturas que llegan a tiempo y mantienen la atención.

Leo padece Rotulismo. Es un joven que sólo quiere curarse, que se incomoda con los silencios y que tapa el baño cuando acude a deponer. ¿Y qué padece Gladys? Probablemente Letrerismo. Seria como el Rotulismo, pero con letra chica, que a primera vista no se ve. El personaje se define proyectando sus debilidades sobre Leo: “Estás nervioso, vos a mí me querés.”, “aprendé a tomar decisiones”…

Aparece Carlos. Un plomero que viene a arreglar el baño y que fue paciente de la fonoaudióloga. “Justo me agarraste en un ordenamiento”, aclara Gladys. Pero este ordenamiento va más allá de acondicionar el consultorio. Y Carlos lo sabe: “no fuiste al supermercado”, adivina. Se refiere a un Coto, a un Disco o alguna tiendecita donde el alma de Gladys encuentre ese edulcorante que tanto necesita.

El consultorio deviene un espacio que huele mal. Donde se sirve café con gusto a lavandina. Los personajes se transforman apasionadamente mediante transiciones bien armadas. ¿Y al final quién necesita a quien? “Nunca está de más tener nuevos pacientes, Unos nacen y otros se mueren, es el puto ciclo de la vida”, reconoce Gladys.

Maximiliano De La Puente y Carolina Zaccagnini, dirigen e interpretan una obra del mismo De La Puente que se centra en los personajes. Estereotipos muy creíbles que te dan sorpresas. Junto a Gonzalo Kunca, los tres actores dan vida a una terapeuta sexy, un joven esquizoide y un plomero descamisado. Logran con éxito introducirnos en diferentes situaciones que nos despiertan desde carcajadas hasta compasión.

Al final los roles quedan difuminados. Gladys, descalza y sin lentes, se come una manzana. Devora el fruto prohibido con la misma pasión con la que se entregaría a Carlos y Leo. “Todo es cuestión de tiempo”, dice. Y el mal olor desaparece.

Reportaje de Radio

Entrevista a Gustavo Durán y Néstor Losada, director y actor de La Última Cinta de Krapp, de Samuel Beckett.





Jordi Martínez

Crítica Teatral

Catedral: ¿Cómo son las cosas?

Hay que subir unos cuantos escalones hasta llegar a La Sala de Arriba. Claro. Es uno de estos pequeños espacios gestionado por gente de buena voluntad que aprecia el teatro. Uno de estos oasis que te remiten a la esencia del espectáculo. A los pequeños formatos de grandes contenidos que sobreviven como islas en este mar de cemento llamado Buenos Aires.

Al entrar en la salita, mientras el público fluye hacia sus asientos, el trío de actores conversa de pie en un costado del escenario. Integrados entre el cuchicheo de la gente. Anticipándose a la naturalidad de la obra. “Apaguen los celulares y disfruten”, pide una amable anfitriona. Es la señal para que el público se calle y los actores se dispongan.

Comienza la obra de sopetón. No hay cuarta pared ni se apagan las luces de la sala. El director Martín Flores versiona un cuento de Raymond Carver y adapta la dramaturgia a este género. Mientras uno de los actores permanece retirado, expectante, los otros dos se acercan al proscenio y nos plantean la historia. Son Matilde Campilongo y Chendo Hormiguera, que interpretan a un matrimonio amante del reproche. “A veces nos perdemos”, dice él. Nos puede pasar a todos, digo yo. Y de eso se trata. Porque los personajes que protagonizan los cuentos de Carver son ese tipo de perdedores con los que cualquiera se puede identificar.

El marido receloso nos resume lo que viene: “Un ciego amigo de mi mujer va a pasar la noche con nosotros”. La mujer lo interpela en una discusión conyugal llena de matices, que sirve para presentarnos a los dos personajes. Él es un cuarentón desocupado, que “se duerme rápido y se levanta a media noche con el corazón encogido”. Con una autoestima incapaz de competir con la presencia del rival amenazante.

Ella es una esposa resignada, que se refugia en su literatura y en las cintas autobiográficas que graba para su amigo invidente. Los dos conforman un retrato bastante pesimista de lo que puede ser la vida marital. O de lo que puede ser la vida, sin más. El aburrimiento. La desazón. El desencanto de la cotidianidad más cotidiana.

Entonces aparece Rover, el ciego, personificado por el actor Rafael Cejas. Se incorpora a la historia vistiendo a su personaje delante del público. No interviene en la explicación del relato, su versión no importa. Simplemente forma parte del cuento, de la mínima utilería requerida, junto a dos sillas y un televisor. A partir de este momento, la esposa casi no interviene, porqué lo que interesa es lo que le ocurre al marido.

Los dos hombres se quedan solos ante el televisor. Son una suerte de Quijote y Sancho Panza, de Apolo y Dionisio. La sensibilidad y el ingenio de Rover se contraponen a la torpeza y la tosquedad del marido. Un porro y un par de whiskys sirven para relajar el ambiente y plantearse cuestiones existenciales. “¿Crees en Dios?”, pregunta uno. “Es difícil creer”. Contesta el otro. La crudeza lapidaria de Carver.

En la televisión echan un reportaje sobre el medievo. Rover le pide al marido que le explique cómo es una catedral. “Las catedrales son eso que sale por la tele”, le responde. Y voilà, la paradoja está servida. ¿Quién está más ciego? ¿Las cosas son como las que vemos? ¿Vemos las cosas?

Martín Flores ha tomado prestado un relato del llamado Realismo Sucio de Raymond Carver y nos lo presenta como una instantánea. Un soplo. La fotografía de un momento lindo. “La vida es rara”, dice el marido. Y en el momento más inesperado empieza un cuento.

Jordi Martínez

FICHA TÉCNICO ARTÍSTICA
Autoría: Raymond Carver
Dramaturgia: Martín Flores Cárdenas
Actuan: Matilde Campilongo, Rafael Cejas, Chendo Hortiguera
Dirección: Martín Flores Cárdenas

Nota

Da comienzo el 26 Festival Internacional de Cine Mudo de Pordenone. Este año está dedicado a Chaplin por cumplirse el 30 aniversario de su muerte.

Cualquier amante del cine mudo quisiera estar este fin de semana en Pordenone. En esta pequeña provincia del norte de Italia se desarrollará el Festival Internacional de Cine Mudo que dará comienzo este próximo viernes. Esta 26 edición del certamen italiano es noticia porqué en él se proyectará, por primera vez ante el público, un documental inédito de Charles Chaplin. Se trata de 15 minutos de film rodado en 1933 por un joven estudiante británico de la Universidad de Yale, Alistar Cooke, en el yate de Chaplin, donde éste imita ante la cámara a Greta Garbo, al príncipe de Gales y a Napoleón.

Este documento único, que se creía extraviado, ha aparecido en el mismo año en qué se celebra el 30 aniversario de la muerte del cineasta. La efeméride será concretamente el 25 diciembre. “Nunca le gustó la Navidad”, dijo su hija Geraldine. El caso es que Chaplin murió a los 88 años, dejando para nuestro disfrute casi noventa películas, con escenas memorables que formarán parte del mejor archivo visual del siglo XX.

Charlot

La primera película en la que aparece Charlie Chaplin es Making a Living, en 1913. Aunque el título de este film ha sido traducido al castellano como Charlot periodista, el mimo que interpreta aún está lejos del mítico personaje. En este film, el cómico inglés aparece con un sombrero de copa alto, un monóculo y un gran mostacho inglés con las puntas hacia abajo.

Es en la segunda película de Sennet, Carreras Sofocantes, en 1914 cuando aparece Charlot. Un sombrero bombín, un bastón de bambú y un pequeño bigote recortado, son los elementos característicos de uno de los más grandes iconos de nuestra historia. Los pantalones holgados, una estrecha levita y un andar pintoresco acaban de dibujar al carismático vagabundo que ya había representado en teatro.

Su carácter iba más allá del payaso travieso y encandiló sin palabras al mundo entero. Humano, ocurrente y entrañable.

Detrás el bigote

Dicen los payasos que su nariz roja es la máscara más pequeña
del mundo. Si bien es cierto, se encuentra a la par con el bigote. El de Charlot fue plagiado, según su creador, por el mismísimo Hitler, esto da cuenta de los diferentes registros que podemos encontrar tras la pequeña máscara… También Groucho Marx utilizó años más tarde un gran mostacho pintado que junto a su puro retratan al genio del humor y la ironía. Un caso más próximo es el de el mejicano Mario Moreno “Cantinflas” que con su pantalón caído y su sombrero de lado, lucía un bigotillo que acentuaba la comicidad de su peculiar personalidad.

El bigote utilizado por Chaplin en El Gran Dictador, fue subastado en el 2004 por la casa Cristie’s por más de 10.000 U$. Es una muestra del fetichismo que despierta el gran Charlot.

Jordi Martínez

Entrevista

La última cinta de Krapp, de Samuel Beckett

Gustavo Durán: “Tomamos la decisión de bajar al infierno de un hombre que va perdiendo sentimientos”. Gustavo Durán dirige a Néstor Losada en La última cinta de Krapp, Beckett en estado puro.

Gustavo Durán, el director. Nació en Bahía Blanca hace cerca de cincuenta años. Alto, grueso, con lentes. Se declara amante de Beckett. Su carácter chistoso delata su verdadera profesión de cómico. Reconoce que es difícil ganarse la vida con el teatro fuera del circuito comercial de las grandes producciones.
Néstor Losada, el actor.
Porteño y del Independiente. Tiene cincuenta y cuatro años. Alto, delgado, con poco pelo. De profesión médico pediatra. De vocación actor. A mitad de semana deja de afeitarse para empezar a vestir el primer personaje trágico que interpreta en su dilatada carrera.


Es cerca de la una de la madrugada. Una veintena de personas abandonan un pequeño teatrito tras recibir una sobredosis de existencialismo. Una puesta en escena sobria y un actor mandado a ser austero, mínimo, les han acompañado por el íntimo universo de un viejo llamado Krapp. Gustavo me espera en la barra del local tomando algo. Me acerco a charlar con él. Está satisfecho. Hoy salió todo bien. Al poco rato aparece Néstor, apenas desmaquillado.

Estáis representando…

Néstor Losada: La última cinta de Krapp, de Samuel Beckett. Fue premio Nóbel de Literatura en el año 1969; es el autor de Esperando a Godoy, Días felices, Final de Partida,… un montón de obras que rompieron con la estructura del teatro convencional.

Gustavo Duran: La escribe en Francia, tengo entendido, en una época bastante promisoria, pasada la posguerra, casi entrando en los años sesenta. Pensemos en la primavera Francesa…O sea, en un momento de supuesto florecimiento, de cierta impronta de los sesenta. Y Beckett es un hombre que ve un poquito más allá…

¿Y de qué trata?

G.D. La obra presenta la despersonalización de un hombre mayor, un escritor frustrado, encerrado en su soledad. Escucha una vieja cinta que grabó con su voz hace muchos años y se dispone a registrar otra vez sus sentimientos. Beckett muestra qué queda del hombre cuando nada le queda, ni siquiera sus recuerdos. Krapp es una imagen inigualable del rumbo de la sociedad, de su egoísmo…

¿Qué aporta de nuevo vuestra revisión de la obra?

G.D. Uno de los grandes desafíos que hemos tomado ha sido ser fieles al texto. En tiempos en los que parece que hacer un autor tal cual es una cosa del pasado. Yo no me considero mejor que Beckett, y me interesó mucho más seguirle los rastros a él. Tomarme el trabajo de estructurar la obra a partir de lo que él exactamente había escrito.

Has sido fiel a Beckett…

G.D. Sí… pero no para sacralizarlo, si no como experiencia, como aventura. Tomamos la decisión de bajar al infierno de un hombre que va perdiendo sentimientos, que va perdiendo encarnadura, no se recuerda a si mismo... No recuerda una mirada… y no recordar una mirada de alguien querido es lo más parecido que yo conozco a la muerte.

En casi toda la obra, escuchamos a Krapp a través del magnetófono…

G.D. Claro, la mayor parte de la obra la hemos tenido que producir como quien produce un radio teatro. Ha habido que grabarla, pues Krapp está escuchándose en cintas a sí mismo en años anteriores. Recién cuando esto está listo se muestra al público. Pero el grueso del texto está grabado magnetofónicamente.

N.L. La gracia es que casi toda producción de la obra es lo que grabamos. Todo el trabajo previo de marcación de ensayo de lo que va grabado. Recién con lo que va grabado y con lo que yo tengo como actor que escuchar en escena… Recién ahí podemos trabajar con lo que se ve. Digamos, a partir de lo que yo estoy escuchando en la escena en el momento.

¿Entonces hubo que interpretar a dos Krapp distintos?

N.L. Sí, al tener la grabación hecha viene la segunda parte, que es interpretar el Krapp que está escuchando lo que grabó. El Krapp de hoy que está escuchando la cinta y que descree todo porque ya sabe que no hay nada que remediar. Ya siente que no necesita el mundo.

G.D. De todas maneras, el Krapp grabado, de treinta años atrás, ya tiene la misma mesa que hoy, la misma luz, la oscuridad de alrededor…O sea, que hay treinta años de congelamiento, de acumulación, de saturación, de intoxicación, porque al estar en el mismo sitio, está todo el tiempo recibiendo la misma clase de estímulos… hace treinta años que está alineándose…Nadie es quien fue. Nadie a los sesenta años es el que fue a los treinta. Es otro, han pasado muchas cosas... y si no ha pasado nada es terrible.

Dos cómicos haciendo un drama, ¿quizás este fue el verdadero reto?

N.L. La tentación fue jugar en ciertas situaciones al chiste; es una tentación que tuvimos que reprimir, porque si no estaríamos haciendo otra obra que no es la de Beckett. Leyendo la obra, hay cosas que me causan gracia, pero por lo trágicas que son.

¿Y cómo lo habéis trabajado?

G.D. Lo que hicimos es desarmar a Néstor como actor para poder meterse en Krapp. No hay gestos, y mucho menos que sobren. Nos hemos sumergido en ese vacío de una persona que está sola en su casa. Krapp casi no tiene otra cosa que no sea intimidad, va perdiendo vida social, va perdiendo vínculos. Según cuenta, de vez en cuando lo visita alguna prostituta. Pero nomás.

Es una historia que no se acaba…

G.D. Se está esperando que se muera de una vez por todas, y lo más interesante, y por eso uno hace teatro, es que está por llegar ese momento, es evidente, pero no llega. No termina de llegar nunca, y la agonía se alarga. Entonces es como algo que se repite indefinidamente; ¿acaso no nos repetimos indefinidamente y creemos que cada acto nuestro es fundacional y es irrepetible? Y me parece que eso es lo que se abre. Sería mucho más prolijo que esta persona se pegara un tiro en la cabeza, y la gente se iría como más llorando “uy que duro”. ¿Qué sé yo?, no, ese no es Beckett.

La última cinta de Krapp se representa todos los sábados a las 23h en el espacio cultural La Salita, en Hipólito Irigoyen 1862. “También aclarar que los actores estamos dentro de La Salita y no en el edificio del frente, que es el Congreso, aunque nosotros mentimos menos que ellos”, aclara Gustavo.


Jordi Martínez

Críticas de Cine

Luces del atardecer, de Aki Kaurismäki
Koistinen es un resignado vigilante. Le gusta el rojo. Lo constata la chapa de su Dodge sesentero, el cromado de su departamento prolijito y el estampado de la remera que usa en ocasiones especiales. Le gusta el rojo. Pero no sería este un síntoma de su carácter. Lejos de instintos pasionales, su alma es estática, como su rostro, como sus réplicas frente a las adversidades de la vida. Es un hombre estático.

También son estáticos los planos que utiliza el director finlandés Aki Kaurisäki para adentrarnos en su fábula atemporal. Apenas mueve la cámara. Sólo cuando quiere acercarnos a la mirada de los paródicos personajes de su cuento. Entonces se detiene ante los ojos de los villanos que oprimen a Kostinen. Un antihéroe desamparado que despierta ternura y desencanto.

Luces del atardecer tiene retazos del cine negro. Es un film rodado principalmente de noche, con una rubia mala y unos matones que perpetran un robo. Sombras, puertas traseras y un cuchillo afilado con el culo de una taza. Sólo retazos. Con una estética cercana al cómic. Personajes estereotipados dibujados con la cámara.

Se trata de una película de autor. Una revisión finlandesa del mejor cine de arte y ensayo. A Kaurisäki le gusta Godard y se nota. Es un cuento lindo, pero lo que cobra mayor importancia es cómo te lo explica. Está ambientado en Helsinki. Una ciudad fría como sus habitantes. Se detiene en su parte más obrera. Café, vodka, whisky y panchos a la parrilla. Las grúas del puerto, el uniforme del laburo y el lavaplatos industrial. Todo ello nos remite al universo lumpen que retrataron también los autores del nuevo cine argentino de los noventa. Pero Kaurisäki, no deja de lado la belleza de los paisajes y nos regala líricas postales del paso de las estaciones, y lindas panorámicas cargadas de sentimiento. Un diez para Timo Salminen, el director de fotografía. La banda sonora nos sorprende. Es capaz de integrar a Gardel en una urbe del norte del viejo continente. Casi nada. Tango a la finlandesa.

Una muy buena interpretación la de Janne Hyytiänen, mandado a ser austero, pero que representa perfectamente el espíritu ingenuo de Koistinen. Apenas se descompensa en un par de ocasiones, casi rebelándose. Y dibuja una sonrisa en 78 minutos. Nomás. También dan la talla los secundarios del reparto. Rostros desconocidos que nos agrada descubrir. Una mención especial a la pretendiente de Koistinen. La sufrida vendedora de panchos que se enternece con los delirios del protagonista.

Quien conozca a Aki Kaurisäki ya sabrá que no se trata de un director novel. Cuenta con más de una decena de producciones que ya lo han consolidado como un realizador de culto en Europa. Por eso este film. Una buena película que recomendamos.

Jordi Martínez



Bolivia, de Adrián Caetano

Bolivia, acabada de realizar a duras penas en el 2001, es el segundo largometraje de Adrián Caetano. Este director uruguayo que trabaja en nuestro país, fue uno de los máximos exponentes del nuevo cine argentino de la década de los noventa. Con su ópera prima Pizza, Birra y Faso realizada en 1997 junto a Bruno Stagnaro, Caetano avivó una nueva manera de hacer cine más naturalista, con una estética desprolija y unos contenidos cercanos a lo cotidiano. Esta ópera prima rompió con el film tradicional junto a títulos de otros autores como Lucrecia Martel, Esteban Sapir o Pablo Trapero. Con Pizza, Birra y Faso, Caetano dejó a un lado las lindas panorámicas de Buenos Aires y la artificialidad de la clase media, para profanar el Obelisco y mostrarnos la cara menos amable de la capital bonaerense. Realismo a lo Antonioni.

Bolivia vuelve a acercarnos a la vida de personajes marginales. Los nadies, los ninguneados. Caetano rechaza las construcciones de estudio y se aproxima de manera sencilla, en blanco y negro, a la cotidianeidad de un inmigrante boliviano, Freddy, que viene a Argentina a buscar trabajo. Encuentra faena de cocinero en un bar, que resulta un espacio donde se entrecruzan vidas que no van a ningún lugar. Un letargo simbolizado por el primer objeto que vemos en la película: un reloj de pared barato, que marca poco más de las siete y que luego se irá retrasando hasta pararse. “El trabajo en sí no es ninguna ciencia, abrimos a la mañana temprano y cerramos cuando ya no hay más nadie”, dice el jefe del bar. “Sí, sí, sí, señor…”, asiente Freddy.

No vemos a los personajes que hablan. Están fuera de plano. Reminiscencias de Godard. Caetano prefiere mostrarnos el espacio. El bar. Un lugar asfixiante, que ahoga y aturde. Vemos el techo, las paredes, la puerta cerrada, la salida interrumpida por mesas y sillas, las ventanas con cortinas, que apenas dejan ver la calle… Y después un recorrido detallista por cada uno de los instrumentos de trabajo que Freddy utilizará. La cafetera, la jarrita de la leche, la parrilla, el atizador, la palita para la ceniza, la pinza para brasas, la tabla de cortar, el cuchillo, los fogones, las cazuelas… Luego las fetiches argentinos, para contextualizar. Gardel, Maradona y el choripán, que está a un peso. Todo ello filmado de una forma poco habitual, símbolo de la nueva estética del cine argentino de los noventa.

La película también es un homenaje a Bolivia. Está dedicada a “Chocolatín“Castillo, el volante capitán de la selección boliviana que jugó en el River Plate y que se suicidó en el noventa y siete. La primera secuencia da paso, precisamente, a un resumen del último partido que “Chocolate” jugó en la selección Boliviana contra Argentina. “Los bolivianos se desesperan” es lo último que oímos decir al reportero del partido. Y luego aparece Freddy.

También es boliviana la banda “Los Kjarkas”, que pone música al film con su cumbia andina. Música popular, del pueblo, que también caracteriza a este cine de los noventa. Una anécdota: hay una canción compuesta por Caetano.

Bolivia es un film que hay que ver. Una pequeña joya que demuestra que se puede hacer buen cine independiente a pesar de las limosnas del INCAA. Las interpretaciones, de mano de actores no profesionales, son sobrias, pero honestas, verdaderas. Muy recomendable.

Jordi Martínez